CCK: síntesis del contraste identitario

A diciembre del 2018, las propuestas tanto formales en el Congreso como mediáticas o populares en redes sociales para cambiar la denominación del CCK son innumerables. Desde los que apoyan un rebautismo con el nombre original del proyecto —»Centro Cultural del Bicentenario»— hasta los que proponen nombres de otros próceres o artistas como Favaloro o Piazzolla; todos poseen en común algo que va más allá de la mal llamada «grieta» partidaria, basada en el concepto mismo de la identidad personal.

El debate sobre la identidad personal podría considerarse en sí mismo un fósil reciclado una y otra vez sobre el cual se han escrito desde papiros hasta textos digitales, pero que siempre redundan sobre la misma pregunta simple que ha acompañado al hombre desde el comienzo de los tiempos: ¿Quién soy yo? Y esa misma pregunta, que no posee una respuesta que pueda ser resumida en un concepto conciso, es donde radica el problema de la persistencia y de la misma construcción de la identidad colectiva.

555e64fda27ec_800x533.jpgInauguración del CCK por la Presidente Cristina Fernández de Kirchner, la Ministra de Cultura Teresa Parodi y el Ministro de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios Julio de Vido, 21 de mayo de 2015.

El CCK es el objeto de debate en el medio de la «grieta» donde los que están del lado «oficial» se sienten identificados con el nombre y todo lo que representa, mientras que los que se encuentran del otro lado abogan fuertemente por un cambio de nombre que les permita gozar de la arquitectura tal y como manda la democracia sin sentirse no representados. Filosófica y moralmente, podríamos argumentar tanto a favor como en contra de todas las posiciones… pero yo no soy una persona exenta de juicio y claramente voy a tomar una posición ineludible (¿para qué tengo un blog sobre mi opinión, si no?). En una supuesta democracia representativa y equitativa, los instrumentos tanto materiales (espacios públicos, o la obra pública) como inmateriales (servicios, legislaciones, decretos) deben intentar ser lo más complacientes posible con la mayoría, sin dejar de lado a las minorías. Sin embargo, complacer a todos es un trabajo difícil que a duras penas le interesa a la casta política que únicamente se interesa por perpetuarse en el poder y evitar un progreso del sistema político o social en este país. Por eso, no nos llama la atención el tener no una ciudad, no una provincia sino un país poblado de símbolos o nomenclaturas de los cuales siempre existen detractores por falta de sensación de correspondencia identitaria. Sucede con la ciudad de Coronel Roca, Río Negro; con la Autopista Héctor Cámpora, con la calle Juan Domingo Perón, con los carteles megalómanos de Eva Perón en el M.O.P., y, por supuesto, con el CCK.

En el plano estético, no estamos exentos de este debate, puesto que participa activamente. El mismo juicio estético forma parte de la construcción de la identidad tanto individual como colectiva, y no es difícil argumentar que existen individuos que no se sienten representados por la estética arquitectónica de alguna u otra pieza urbana (llámese edificio, monumento o plaza). La aplicación de una estética (o no-estética) específica o indeterminada es inherente al mismo juicio estético del autor e ineludible del de los consumidores. Ergo, una insatisfacción eterna de la sociedad acerca de todo producto estético.

Scan1 con marca de agua.jpgProyecto original de Norbert Maillart para el Palacio de Correos y Telégrafos, 1908.

Aplicado al CCK, podemos ver una contradicción estética ya desde sus albores. Como Palacio de Comunicaciones, fue construido en 1908 bajo el diseño de Norbert Maillart. Bueno, bajo el diseño supuesto de Maillart, puesto que la verdadera estética del francés, mucho más fuertemente grecorromana y menos racionalista no fue respetada tras veinte años de construcción y fue modificada por los constructores argentinos repetidas veces para resolver la gran problemática que supuso la falta de materiales de construcción y de presupuesto, producto del curso y las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. En el presente, la diatriba se trasladó al discurso sensible del nombre, pero en el plano estético olvidamos que un edificio de gran porte neoclásico y monumental fue intervenido y saqueado de sus vísceras grandiosas para ser reemplazado por una «adaptación contemporánea»  que, según el estudio B4FS, se transformaría en el nuevo «símbolo del espacio cívico nacional».

ccb_b4fs-corte-transCorte del proyecto de B4FS para el Centro Cultural del Bicentenario.

Más allá de que se conservó como una especie de cáscara el total de las fachadas exteriores y lo denominado área noble, junto a un admirable trabajo de restauración y revalorización, el CCK sufrió dos intervenciones espaciales, materiales y sensibles irrecuperables que, a juicio personal, sí dotaron de un carácter único a la pieza arquitectónica en su totalidad individual pero que terminaron de despojar de su espíritu estético todo tipo de expresión verídica. La primera de ellas, es el gran vacío artificial, el «ahuecamiento» o «vaciamiento» de todo el área central. Literalmente, se vació el edificio. Metafóricamente, podríamos decir que el estudio de arquitectos no hizo más que continuar las operaciones de todo arquitecto contemporáneo, basado en saquear las glorias del pasado para alimentar las efímeras glorias del presente. Ellos se defenderían con el trabajo de restauración. Por esto, intentaremos no ser pretenciosos al respecto, pero es inevitable y no por menos ineludible que el hecho del vaciamiento del edificio, cual evisceración humana, transmite un mensaje no por menos negativo como supone la operación de la supresión. La segunda intervención, quizás la peor, fue la inserción de elementos foráneos que no son capaces de dialogar en absoluto con la estética original del Correo. Tanto la «Ballena Azul» como las jaulas suspendidas sobre ésta no aportan absolutamente ningún tipo de valor más allá del funcional: no son capaces de crear una armonía material (de hecho, pelean con la piedra parís desde una posición llamativa, utilizando materiales metálicos refrectantes o luces led, casi como si debieran llamar la atención para destacarse y separarse de la estructura original); no pueden siquiera estructuralmente sostenerse en la estructura existente (casi como si el Correo evitara adoptar estos nuevos órganos), teniendo que apoyarse de una subestructura secundaria para pertenecer de manera artificial y forzada; y no hacen más que crear una confusión innegablemente atractiva pero casi peligrosa psicológicamente en su recorrido, haciendo que el transeúnte inevitablemente pierda noción del lugar en el que está transitando (lo cual moralmente no es… ¿malo? ¿bueno? pero sí desvía la atención del debate estético cuando, de ser un edificio realmente noble, debería centrar sus puntos fuertes en el utilitarismo y no en un fetiche material).

Palacio de Correos y Telecomunicaciones, circa 1940.

Sin embargo, es destacable reflotar el debate identitario. Yo, desde un punto de vista totalmente individual, no me siento identificado ni con la estética arquitectónica del CCK ni con su nomenclatura. Preferiría que tanto su nombre como su arquitectura fueran modificados. Pero este no es el debate. Como dijimos antes, no se puede complacer a todo el mundo. Pero es este conflicto el que crea un contraste no por menos interesante. El diálogo o la falta de éste, desde un punto de vista enteramente arquitectónico, provoca un resultado en el habitar que hace en sí mismo el espíritu nuevo del edificio. La polarización social y su trasfondo ideológico, hablando desde el marco del contraste identitario, no funciona de la misma manera puesto que es un proceso distinto, aunque esté ligado al habitar de la arquitectura. Cambiarle el nombre al CCK no solucionará ni un ápice la polarización social, esto es un hecho innegable. Supongamos que esto suceda. Podrá cambiársele el nombre para satisfacer a una nueva mayoría, detractora del kirchnerismo, pero el debate continuará existiendo puesto que, aunque la arquitectura es constructora y escultora de la sociedad, ésta a su vez perpetuará incesantemente el conflicto político e ideológico que ya se encuentra entretejido en sí misma.

¿Qué pasa en la arquitectura entonces? Quizá habría que reflexionar acerca de las operaciones que se proponen cuando se habla en nombre de una mayoría, en el marco de una democracia liberal. Personalmente, tras las evidencias de éste artículo, preferiría no tener que saquear un edificio como si fuera un animal a ser puesto en proceso de taxidermia, o, en su defecto, las arcas de un país, para representar una nueva identidad colectiva. Aplicando esta lógica a otra operación, me es inevitable pensar en cómo la subjetividad del Teatro Colón, donde su estética se mantuvo en su mayor parte intacta pero lo que fueron transformados fueron sus usos, provocaron otro tipo de reacción social. No fue necesario vaciar tecnológicamente el Colón para su funcionamiento pleno en el siglo XXI. ¿Por qué entonces sentimos que tenemos la autoridad para despojar a un edificio de su propia identidad para reemplazarla por una que muy probablemente no sepa no solo adaptarse sino tampoco cumplir con las nuevas exigencias sociales respecto a la estética? ¿Es este el reflejo de lo que las nuevas democracias tienen para ofrecer como solución ante la falta de diálogo? Espero, personalmente, que no.

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